In sécula seculórum
En un mundo cada vez más inestable, donde conceptos como transformación o adaptación son los nuevos paradigmas que definen las capacidades y aptitudes necesarias para afrontar el futuro, existe una institución entre nosotros que lleva siglos poniendo en práctica estos principios. Me refiero a la comunidad carmelita del convento de San Juan Bautista de Villalba del Alcor.
Así es. No se entiende que sin esa capacidad de adaptarse a los vaivenes de la historia, de transformarse cuando las circunstancias lo han exigido, cuando los vientos han soplado a favor o en contra, una institución cuatro veces centenaria haya sobrevivido todo este tiempo.
Sí, una capacidad de adaptación formal, material, externa, lo que podríamos considerar el caparazón, el envoltorio visible de este organismo. El bloque interno, los órganos vitales que gobiernan este cuerpo, los pilares sobre los que se levanta este edificio se han mantenido inmutables a lo largo de todos estos siglos.
No hay secretos, ni trucos, solo una sencilla fórmula que explica su longevidad: el perfecto equilibrio entre unos principios, unas creencias inquebrantables y la justa versatilidad para adaptarse a los tiempos.
Mujeres con hábitos y costumbres que fueron mutando, superando situaciones que muchas veces llegaron a ser extraordinarias. Monjas todas ellas, hijas de su tiempo, del momento que les tocó vivir pero que compartieron durante siglos un modelo de vida basado en el firme compromiso con sus creencias.
Beatriz Tinoco
Un ejemplo de la adaptación a los nuevos tiempos lo tenemos en la figura de Beatriz Tinoco, sor Beatriz de San Juan Bautista, “cofundadora” del convento carmelita de Villalba del Alcor. Y me atrevería a ir un poco más allá al afirmar que sor Beatriz fue el corazón y el alma del proyecto que se materializó en Villalba, que su tío «solo» ejerció como socio capitalista, el músculo financiero, el inversor que puso sobre la mesa el dinero para poner en marcha una idea propuesta por él pero inspirada, desarrollada y culminada por esta mujer.
Es por eso por lo que tal vez sea el momento de reivindicar el protagonismo, con mayúscula, de esta mujer en el diseño y ejecución de este sólido proyecto.
Ya sabemos que fue un grupo de monjas, con sor Beatriz a la cabeza el que enfrentó inicialmente el gran desafío que fue poner en marcha un establecimiento de estas características. Y fue gracias a que esta manzanillera de nacimiento tomó, posiblemente, la segunda gran decisión de su vida (la primera fue, con seguridad, tomar los hábitos): abandonar la dirección del poderoso monasterio de Santa Ana de Sevilla, exiliarse de uno de los mayores centros de poder e influencia de occidente para afrontar la incierta fundación de un pequeño convento rural en un lugar aislado, lejos de las redes sociales y económicas del momento. Hoy diríamos que «no dejó pasar la oportunidad» de llevar a la práctica un deseo, tal vez un sueño, o quizás un anhelo.
Pero antes de seguir, hagamos un pequeño esfuerzo de recreación histórica. Estamos a principios del siglo XVII, en la todopoderosa, cosmopolita, vulgar, elitista y mundana ciudad de Sevilla. Centro de poder económico, de poder político, o como decía un extraordinario americanista, en la ciudad que era “puerta y puerto de América”. Es la Sevilla de los grandes conventos, ricas instituciones donde conviven lo más granado de la nobleza de la tierra. Y Santa Ana es uno de ellos y ella representa la cúspide de la jerarquía conventual en esos momentos. No es poca cosa.
En esos años finales del XVI se detecta cierto deterioro de la vida religiosa y una palpable relajación en la vida de clausura (entrada y presencia de seglares de todas las edades, manejos de dinero privado…). La existencia de cierta sensación de abandono de las exigencias espirituales lleva a algunas monjas a plantearse la necesidad de una adecuada renovación, es decir, volver a las conductas y obligaciones que se les exige, basadas fundamentalmente en la oración, la comunidad, el recogimiento…
Sin disponer de argumentos documentales que lo respalden, creo que Beatriz formó parte de esta corriente reformadora que iba calando entre muchas religiosas de su época. La posibilidad de llevar a cabo una nueva fundación donde imponer o reflejar un modelo espiritual y conventual inspirado por este espíritu renovador es todo un desafío y la oportunidad de ponerlo en práctica.
Esto, en cierto modo, explicaría su interés, su empeño por sacar adelante este proyecto fundacional y su trascendental contribución en la redacción de las cláusulas constituyentes donde plasmó ese modelo de vida.
Finalmente, y para completar este artículo quiero añadir un documento que, en cierto modo, demuestra la renuncia a ciertas costumbres de la época y el abrazo a una nueva forma de vida y de entender la clausura y el compromiso con la vida conventual.
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