
Los ciegos ha ejercido a lo largo de nuestra historia un papel fundamental en la transmisión de la cultura popular.
Recuerdo que en mis años escolares lo vinculábamos con esos personajes históricos, “contadores de historias”, que atraían la atención de la gente con sus relatos. ¿Quién no recuerda una de nuestra obras más universales, El Lazarillo de Tormes?
Personas reales convertidas en personajes novelescos, literarios, que tenían su presencia casi garantizada en cualquier obra de carácter popular desde la Edad Media.
Y vuelvo a nuestro inmortal Lazarillo porque creo que refleja el prototipo de ciego buscavidas que frente a su discapacidad física fue capaz de abrirse un espacio un hueco en el que sobrevivir en un tiempo en el que para cualquier persona en sus condiciones la vida diaria era una constante prueba de supervivencia.
Hoy me voy a centrar más que en el ciego relator, cantor, coplero, recitador de romances, o vendedor de pliegos de cordel, en el ciego oracionero.
El ciego oracionero
El rezo de oraciones estaba monopolizado, casi enteramente, por este colectivo, convirtiéndose, a finales de la Edad Media, en su actividad principal, en su oficio.
Los ciegos rezadores ofrecían oraciones a cambio de limosnas.
Por esa razón, fue un oficio que muchos de sus contemporáneos vinculaban con el limosneo y la mendicidad y que como tal fue reconocida por la autoridad real. Incluso Carlos I establecía la facultad de los ciegos para pedir limosna sin licencia alguna en los pueblos de su naturaleza o vecindad, e incluso Felipe II reconocía el derecho al limosneo de los ciegos.
Se les reconocía como mendigos con el privilegio de pedir limosna atendiendo a su situación de minusvalía. Una situación que en muchos casos levantaba ciertos prejuicios en torno al lucro que esta actividad les reportaba a los ciegos oracioneros y que, en muchos casos, consolidaban una forma de vida bastante holgada.
En fin, una muestra más de la complejidad de la sociedad española durante la Edad Moderna que se vio, además, agudizada con la fundación de cofradías y hermandades de ciegos rezadores de oraciones que aglutinaron a estos profesionales, desarrollando tanto estrategias asistenciales como de defensa y promoción del oficio.
Un ciego rezador y su aprendiz de oraciones
Volviendo a nuestro Lazarillo, recordemos que su primer amo “ciento y tantas oraciones sabía de coro” y decía “saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran mal casadas, que sus maridos las quisiesen bien«.
… un tono bajo, reposado y muy sonable que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.
El aprendizaje de estas oraciones, de estos rezos garantizaba la pervivencia de este oficio. Por eso era fundamental que los aprendices, ciegos también, fueran tutelados y enseñados por un ciego conocedor del oficio.
Recordemos que eran personajes presentes en muchos lugares y rincones de nuestra geografía, y claro Villalba del Alcor no fue una excepción.
Nosotros también tuvimos nuestro ciego oracionero. En este caso uno que vivió a finales del siglo XVI.
Se llamaba Antón Fernández Rincón y era ciego de la vista.
Se da la circunstancia que en esos años iniciales de la década de los ochenta del siglo dieciséis otro vecino de Villalba del Alcor, Pedro Díaz Romero, padre de otro Antón, asi mismo ciego de la vista decide poner a su hijo por aprendiz e a servicio del dicho ciego.
Un aprendizaje que durará cuatro años, a lo largo de los cuales nuestro vecino le tiene que enseñar a rezar oraciones e mostrárselas de la forma e manera e según que vos las sabéis para que pueda por si solo rezar las dichas oraciones y quedar hábil del arte de las rezar en la forma e según que se suele hacer.
Las condiciones de este acuerdo de aprendizaje incluyen que el chico a de servir en vuestra casa y fuera della en esta villa o donde quiera que estuviéredes, en todas aquellas cosas que él pueda hacer que vos le mandáredes lícitas e honestas.
También, que le habéis de dar en todo el dicho tiempo de comer y beber e vestir e calzar, casa y cama en que esté y duerma, ansí sano como enfermo con que las enfermedades no sean de muchos días.
Y todo esto, ¿a cambio de qué?
El padre se compromete a pagar por este servicio doce ducados de oro, que irá pagando en partes iguales cada uno de los años transcurridos, es decir, cuatro cada año, coincidiendo con diferentes días festivos (lo habitual).
Además, se añaden otras condiciones a este “contrato de aprendizaje”. Por ejemplo, las referentes a la “disposición» del niño respecto a su nueva situación, a que si durante el dicho tiempo el dicho Antón mi hijo se os fuere del dicho servicio que yo vos lo traeré a mi costa de donde quiera que estuviere so la pena deste contrato.
¡Ay, cómo se nos escape el niño!
O la posición del padre, que se compromete de no vos quitar el dicho mi hijo del dicho servicio e contratación durante el dicho tiempo de 4 años en el cual habéis de dar al dicho Antón mi hijo hábil del dicho arte de rezar oraciones y que las sepa y entienda para las decir vocalmente.
¿No os recuerda al Lazarillo?
Imaginad la de oraciones y rezos que nuestros paisanos desplegarían a lo largo de su vida por plazas, rincones y puertas de iglesia, alguna de ellas, sin duda, las de nuestra parroquia de San Bartolomé.
Por eso mi recomendación para la celebración del Día del Libro es una vuelta a los clásicos, a nuestros clásicos.
¿Por qué no comenzar o volver a disfrutar con las aventuras y desventuras de este Lazarillo de Tormes?