La celebración del Día del Libro es para muchos la gran fiesta de la cultura porque el libro, en cualquier formato o soporte, sigue siendo el mejor medio para mostrar y transmitir las diversas facetas, las mil y una dimensiones, de la condición humana.
Porque, ¿hay algo más transgresor que saber leer y más iconoclasta que un libro? El libro como entrada, salida, recurso, sustento, medida… del saber y del conocimiento.
Es también un buen momento para recordar y rendir homenaje a quienes, en mayor o menor medida, contribuyeron a convertir el libro, la palabra, en el gran vehículo del saber y del placer, aquellos que plasmaron sus conocimientos o su pasión en unas cuartillas para el disfrute de quienes se acercaban a ellas.
Nuestro recorrido no quiere ser cronológico, sencillamente es un ligero apunte sobre algunas figuras que, vinculadas a Villalba del Alcor, han contribuido de manera directa, unas veces, o indirecta, otras, a dotar a este pueblo de un legado literario o intelectual que traspasa nuestras fronteras. De ellos iremos publicando algunas pincelas biográficas a lo largo de los próximos meses.
Comenzamos por una figura casi desconocida pero de una vitalidad intelectual, una voluntad y una pasión por las letras extraordinarias. Las cultivó desde diversas perspectivas, ya fuere el teatro, el género epistolar o la poesía. Nicomedes Carrero Ojeda, sevillano de nacimiento y corazón pero de ascendencia villalbera, quedó definitivamente ligado a este pueblo desde el instante en que dejó en él su bien más preciado: su única hija y con ella toda su descendencia. Farmacéutico, o boticario, de oficio, una profesión que le viene por tradición familiar (ya su bisabuelo, un jiennense asentado en Villalba ejercía esta profesión a finales del XVIII). Su presencia aquí se debe a su estrecha vinculación con el día que hoy conmemoramos: el fallecimiento de Cervantes. Un escritor y una obra, El Quijote, por la que sintió tal admiración que lo llevó a reproducir manualmente esta obra universal con motivo de la conmemoración del IV Centenario de su publicación.
Cuatro volúmenes dan cuerpo a esta obra caligráfica en la que cada capítulo está realizado en un tipo de letra distinto y en la que el autor invirtió 10 años de su vida (1895-1905).
Curiosamente este pequeño homenaje coincide con la publicación de un texto de contenido rociero escrito durante su estancia en Almonte y que ahora ha sido recuperado y publicado por la Hermandad Matriz de Almonte en su revista Exvoto. Un texto que forma parte del legado de Juan Infante Galán y que hoy es custodiado por dicha hermandad.
Los dos autores que vienen a continuación comparten un estado común: el ser considerados merecedores de pertenecer a una antigua y reconocida institución sevillana con una gran reputación en el ámbito de la cultura: la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. Me refiero a Nicolás Tenorio Cerero y al ya citado Juan Infante Galán.
Si bien el primero fue nombrado académico (9 de marzo 1900), nunca llegó a leer su discurso de ingreso ni tomó posesión de su plaza, el segundo lo hizo allá por el mes de enero de 1982 con un discurso titulado «Cambio de mentalidad de los grupos intelectuales sevillanos de 1500 a 1650«.
Dos villalberos que, siendo diferentes en cuanto a su origen y extracción social, uno nieto de magistrado (figura de especial interés y sobre la que haremos una breve reseña biográfica), descendiente de una antigua e influyente familia con gran protagonismo en la vida local, y magistrado el mismo, y el otro, hijo de cartero y excelente comunicador, coincidieron en su interés por estudiar, investigar y difundir el conocimiento, teniendo como base la historia, las tradiciones, las peculiaridades de la tierra donde les tocó vivir.
De uno su aportación a la historia y la etnografía, del otro su variada formación y el cultivo de amplias ramas del saber.
De esta herencia podemos recoger el testigo, recuperar esa memoria y entrever las razones por las que el libro sigue siendo la puerta abierta a un mundo sin barreras al que asomarnos sin miedos y con la certeza de no colmar nunca nuestra ansías de saber.