Herencia villalbera en tierras chilenas (II)
IN MEMORIAM
Domingo Velardo
Mediado el siglo XIX seguía siendo un territorio vastísimo de grandes espacios abiertos. Un fértil valle en el que hasta hace poco tiempo hubo una extensa laguna de la que hoy solo queda el recuerdo. Altos cerros cubiertos de bosques marcan los límites de las grandes haciendas que se reparten la tierra, apenas con algunos poblados que intentan seguir la senda de la modernidad, lugares en los que el ferrocarril está abriéndose paso entre caminos y senderos cubiertos de baches y polvo.
De potreros y viejas haciendas
Tierra que ya en tiempos de la conquista había formado parte de la encomienda de un genovés compañero de armas y de confidencias de Pedro de Valdivia. Con el paso del tiempo fueron objeto de nuevos repartos, de compras, ventas, sumas y restas, configurando el tablero de haciendas y propiedades que en esos años configuraban esta parte central de Chile.
En una de estas estancias, bordeada por montes que albergaban abundante caza y pesca había nacido en 1818 la niña Carmen, en el seno de una antigua familia criolla propietaria de uno de estos extensos territorios. Hija y heredera de don Bartolomé, tristemente fallecido cuando la joven apenas tenía 12 años y de doña Concepción, madre, esposa y viuda.
Carmen había vivido siempre en la gran casona familiar, una antigua edificación en la que, sin duda, el gran protagonista era el oratorio, lugar de culto, meditación y silencio de las mujeres de la casa. También las cuadras ejercían un moderado protagonismo; habían sido lugar de recreo y solaz de muchos y muy importantes y poderosos personajes de la época.
Alrededor de la opulenta casa se distribuían los galpones, los graneros, las bodegas de la finca, abrevaderos y un manantial de agua limpia y fresca. Un poco más alejado se arraciman las casas de mayordomos, guardeses y cuidadores de tierra y ganado; de familiares y sirvientes.
Y allí, en medio de todo, a la vista de todos, se alzaba un sencillo calvario con su cruz de álamo.
Cuentan las viejas crónicas que cada tarde, al toque de oración, doña Concepción se acercaba a este lugar para rezar el rosario, rodeada de todos los sirvientes y trabajadores del lugar. Una ceremonia que marcaba el fin de la jornada. Costumbre ésta que mantuvo su hija hasta que los hechos ocurridos a lo largo de los siguientes años transformaron la piadosa quietud rural en desbordante ajetreo urbano.
Un pequeño poblado que fue el gran universo de Carmen a lo largo de toda su vida.
Casó pronto. Un marido mayor que ella la dejó viuda también muy joven, sola y sin otra compañía que la familia y sus profundas creencias cristianas.
En esos años, este caserío, que si antes no dijimos su nombre no fue porque no lo tuviera sino porque era el título con el que desde tiempo atrás se denominaba el lugar, era conocido como Tagua Tagua y pertenecía a la parroquia de Pencahue, erigida apenas unos años después de su nacimiento, concretamente en 1823.
De la vieja patria
Al otro lado del mundo, en un universo desconocido para ella, en un pequeño pueblo del sur de España, en el que llaman Reino de Sevilla, nace seis años después que ella, en 1825, un niño al que sus padres ponen por nombre Juan José, de apellido Robles. Es hijo de padres viudos, él responde al nombre de Juan de Robles, un hombre de la tierra, forjado con calor y trabajo. Su bisabuelo Francisco de Robles se asentó hace años en Villalba del Alcor procedente de Villarrasa. allá por la primera mitad del siglo XVIII, y ahí se quedó y ahí nacieron sus descendientes (una de sus hijas, Rosa de Robles, se casó con Jacinto Carrero en 1810 convirtiéndose en los predecesores de la familia Morales-Carrero). Su madre, Teresa de Toro procedía de una familia, los Toro, en la que predominaba el nombre José, tal vez por eso el hijo que tuvieron en común llevaba el suyo puesto antes de nacer.
En una España que vive una época convulsa, la situación no pinta nada bien para el niño Juan José. Las condiciones de vida no son las que unos padres desearían para su hijo, pero no son muchas las alternativas.
Dejemos estar y volvamos a tierras chilenas con nuestra joven viuda…
De confidentes y hermanos
Sola, en un escenario en el que la buena compañía y la agradable conversación debían ser un bien preciado, Carmen encuentra refugio y amparo, amistad y consejo en un joven fraile un poco mayor que ella que entonces ejercía de coadjutor en la cercana y recién creada parroquia de Pencahue.
Es un religioso de vasta cultura, avispado y de grandes aspiraciones que muy pronto se convierte en ca-pellán del oratorio y confesor de la joven viuda.
Fray Antonio Benítez que así se llama este dominico ejerce un amplio ascendiente sobre ella, más si cabe, alejada, casi aislada y carente de la vida social que en aquellos tiempos podía demandar una joven dama de su situación, rodeada por un enorme patrimonio.
Más pronto que tarde esta relación se convierte en verdadera amistad.
Fray Antonio no es criollo como ella. Es un religioso de origen español, nacido en la antigua metrópolis. Con seguridad recordará el lugar en el que nació y en el que pasó sus primeros años. Su salida de España debió coincidir con el difícil proceso desamortizador desencadenado por Mendizábal en 1835.
Desafortunadamente, su convento, el gran convento de San Pablo de Sevilla, se vio inmerso en este proceso que acabó con su exclaustración y la de sus hermanos.
Muchas veces recuerda en el silencio de la noche los días que pasó en este lugar, en aquel impresionante complejo situado en el centro de la ciudad. Cuántos hermanos pasaron por el que fuera considerado el principal de la Provincia de Andalucía por su pasado histórico, por el prestigio intelectual de sus miembros, por su nivel docente, por su influencia evangelizadora en los territorios americanos y filipinos.
Allí realizó Fray Antonio sus primeros estudios, y obtuvo las primeras órdenes.
Lejos de su tierra, pareciera que está solo en esta nueva singladura que le ha tocado vivir. Pero no lo está, le acompaña su hermano José Benítez, tres años más pequeño y que, sorprendentemente, es fraile y dominico, como él. Nada extraño, teniendo en cuenta que ambos ingresaron y estudiaron en el mismo convento de San Pablo. Juntos han llegado a estas tierras y juntos emprenden una nueva etapa en sus vidas.
Sin embargo, lo más sorprendente de todo esto es que ambos, hermanos de sangre y de regla, proceden de un pequeño rincón del sur de esa vieja España, un pueblecito blanco, encaramado sobre un suave promontorio y del que aún recuerdan su nombre: Villalba del Alcor.
Dominicos de origen español, villalberos por más señas, en una lejana tierra al otro lado del océano, en un lugar que un día, no tan lejano, formó parte de un imperio extenso y variopinto.
Sus carreras eclesiásticas habían sido decididas por sus padres cuando aún eran jóvenes. (José había nacido en 1816 y Antonio en 1813). Por sus padres y también por su tío, clérigo y presbítero en la parroquia de su pueblo, y con suficiente influencias para conseguir que estos dos niños ingresen en esta noble y prestigiosa institución evitando así un destino que todos conocían y del que seguramente no les importaba escapar.
De amistades y afectos
Dos clérigos llegados de la vieja patria a este rincón de Chile, en medio de un extenso territorio en el que consiguen el aprecio y la amistad de una joven viuda, aislada en la soledad del campo.
Pero no todo está contado. El relato olvidó que estos dos frailes llegaron acompañados de un tercer hermano, en este caso, de madre. Un joven que crece bajo la atenta mirada protectora de dos hermanos mayores religiosos. Un chico al que llaman Juan José, y que sus padres confiaron a sus mayores para que se labrara un mejor futuro lejos de su tierra.
Se dice que el roce hace el cariño, Por eso no es de extrañar que la amistad de dos jóvenes protegidos y amparados por estrictos, idealistas y benévolos religiosos desembocara en una relación firme y permanente. Se tratan, se gustan, No tienen más tutela que la de unos benefactores compartidos que aplauden una situación tal vez inspirada por ellos.
Lo inevitable toma cuerpo y se materializa en un compromiso matrimonial. Se concierta la inevitable unión que los llevará al altar sin haber cumplido la treintena (Carmen tiene 29 años y Juan José 21 años).
Pero antes, recordemos de nuevo los lazos familiares que unen a estos tres hermanos.
De herencias y apegos
Fray Antonio y Fray José son hijos de Francisco Ventura Benítez y Teresa de Toro que contrajeron matrimonio en 1805. De esta unión nacieron cuatro hijos: Francisco, María del Rosario, Antonio y José. Como ya dijimos, un tío de Francisco Ventura, hermano de su madre, Francisca, llamado Manuel del Toro, era presbítero de Villalba. Es decir un tío abuelo paterno de Antonio y José pero no de Juan José.
A la muerte de su padre, su madre se casa en segundas nupcias con Juan de Robles, que estaba viudo de Ana Garfias y con la que tuvo una hija. Este segundo matrimonio se celebra en 1824 y de él nace otro hijo un año después, Juan José (Robles de Toro).
Retomemos el relato donde lo dejamos.
Antes de que el matrimonio se haga realidad, los años de largas conversaciones, de profundas confidencias, de sueños furtivos no habían pasado en balde. Fue un tiempo en el que se sembraron ideas, se cultivaron pasiones y se alentaron ilusiones.
Estos frailes, ya fuera inspirados, tal vez, por el espíritu fundacional de su orden en los primeros tiempos de la colonización americana, o tocados por una suerte de gracia divina de carácter eminentemente práctico, debieron sugerir al principio, convencer, exhortar, inculcar y fomentar en el corazón y en el espíritu de esta joven viuda la verosímil idea de fundar un pueblo en esa tierra, en los amplios terrenos de su propiedad.
Y es así como la apuesta de una rica heredera, de un esposo entregado y de unos frailes visionarios culmina en un proyecto real que cambió la historia de este lugar, convirtiéndolo con el paso de los años en el próspero lugar que hoy es el municipio de San Vicente de Tagua Tagua.
De donantes y fundaciones
Él acta de fundación se firmó el 6 de octubre de 1845, festividad de la virgen del Rosario. En ella doña Carmen Gallegos del Campo formalizó la consabida donación:
Yo, doña Carmen Gallegos del Campo, por mi libre y es-pontánea voluntad, fundo en este valle, río y tierras de Ta-gua Tagua que me pertene-cen, como pertenecieron desde tiempos inmemoriales a mis antepasados, y como dueña legítima de ellas. Fun-do, digo, el pueblo de San Vicente de Tagua Tagua, cu-yo nombre lleva en homenaje a San Vicente Ferrer, patrono de mi villa y oratorio particular.
La fundación incluye la donación de un terreno destinado a la erección de una parroquia, la casa del párroco y una escuela de primeras letras
Y los testigos que firman el acta de fundación son los tres hermanos villaberos: los dos religiosos y su futuro marido.
Doña Carmen elabora de su puño y letra el trazado y la disposición de las calles y manzanas del futuro pueblo, justo en el centro de sus posesiones, en el lugar ocupado por el viejo y conocido calvario.
Muy pronto comienza la construcción de la que sería la parroquia de Pencahue en San Vicente, erigiéndola bajo la protección de San Juan Evangelista, un templo inspirado en el Real Convento de San Pablo de Sevilla, de tan gratos recuerdos para los hermanos ya que fue allí donde cantaron su primera misa.
Inicialmente, a instancia de nuestro fraile que aún seguía siendo coadjutor de Pencahue, se propuso como nombre para esta población el de San Vicente Ferrer, conocido santo de tanta trascendencia para la orden dominicana, pero la existencia de un antiguo asentamiento conocido como Tagua Tagua les hizo armonizar las reminiscencias dominicas y el pasado del lugar, fundiendo ambos nombres y bautizando la nueva fundación con el ya conocido de San Vicente de Tagua Tagua.
El fraile no se convirtió en el primer párroco de esta nueva fundación por una cuestión de formas. El cargo le correspondía a su cura párroco, don José Pizarro. Eso no impidió que Fr. Antonio la dotara de todos los servicios necesarios para el culto, ni que con el tiempo se convirtiera en el segundo párroco de esta parroquia.
De promesas y compromisos
Realmente fue un sorprendente regalo de bodas con el que doña Carmen obsequió a su segundo marido.
Y así llegamos al mes de septiembre del año del señor de 1846 que se abre con un gran acontecimiento: la boda de la viuda doña María del Carmen Gallegos del Campo, de veintinueve años de edad y don Juan José Robles de Toro, de veintiún años.
Y los casa, como era de esperar, el amigo, hermano y cuñado Fr. José Antonio Benítez.
Unos años después, en 1851, el ya marido de doña Carmen, aquel joven emigrado de España, contribuyó con una nueva donación para la construcción de la futura iglesia del flamante pueblo, que, finalmente, concluyó años después con el es-fuerzo y el trabajo de los propios vecinos. Lo que hasta hacía pocos años era un insignificante poblado fue creciendo y comenzaron a afincarse sobre los nuevos solares los primeros vecinos.
De observancia y entrega
Con el nuevo matrimonio ocupado en poner en marcha ese gran proyecto fundacional nos ocupamos ahora de los frailes, de los hermanos religiosos que llegados desde el otro lado del Atlántico hace más de una década han encauzado su vida regular en esta nueva tierra
Y nos remontamos en el tiempo, de vuelta a España.
En 1834, cuando aún continuaban en España, fray Joaquín Roldán, Prior del convento de San Pablo de Sevilla, solicita a la autoridad eclesiástica que admita a
fray Antonio Benítez del Toro, acólito de edad competente, para el sagrado orden del sub-diaconado.
Y según se constata en una copia de partida de bautismo, el 10 de julio de 1813,
Yo, don Rufo José Toro, presbítero, notario eclesiástico de esta villa y capellán propio de la parroquia de San Bartolomé, bautice a Antonio José María que nació en este día, hijo legítimo de Francisco Benítez del Toro y de Teresa del Toro.
Ese mismo año de 1834, el mismo prior del convento de San Pablo solicita también a la autoridad eclesiástica
la tonsura y las cuatro órdenes menores para el hermano fray José Benítez y Toro.
Según consta en una copia de la partida de bautismo, el 15 de mayo de 1816 se bautizó en la parroquia de San Bartolomé de Villalba del Alcor a
José María de los Dolores, que nació el día anterior, hijo legíti-mo de Francisco Benítez del Toro, ya difunto, y de Teresa de Toro.
Igualmente una copia del libro de confirmaciones certifica que José recibió el Santo Sacramento de la Confirmación el 21 de julio de 1818.
Ahora sí, ya en tierra americana, Fr. José Benítez está considerado como el gran restaurador de la Provincia Dominicana de Chile.
Le tocó vivir en una época dominada por una gran relajación de las costumbres monásticas heredada de los tiempos revolucionarios de principios de siglo.
Después de obtener el grado de Maestro en Teología en 1850 ejerció como profesor de Teología hasta que la Santa Sede le nombró Prior Provincial de la provincia de San Lorenzo Mártir en 1858, convirtiéndose en el primer Provincial de la reforma.
Asistió en Roma al capítulo general de de la orden en 1862.
Gobernó la provincia durante 7 años y es considerado el segundo fundador de ella y el más grande religioso de los tiempos modernos.
La obra reformista realizada por Benítez, según cuenta la crónica consistió en organizar los documentos conventuales, asignar nuevos libros para las cuentas, para los censos y capellanías y nuevos inventarios. También solicita al Maestro General religiosos observantes para un noviciado y casa de observancia en Concepción para la formación de los futuros religiosos reformados de la provincia. El destino haría que el mismo día de la llegada a Chile de un selecto grupo de religiosos italianos destinados a encauzar la observancia de la vida religiosa en la Provincia falleciera el padre Benítez (15 de febrero de 1866).
También de su mano salió el Catecismo Benítez, una obra considerada el primer catecismo propiamente chileno y que alcanzó una gran divulgación sobre todo en los centros de enseñanza de la época.
Durante el verano de 1848, a poco de haber fundado un pueblo, encontramos a nuestro fraile José en la inauguración del Colegio Santo Tomás de Aquino en el convento de Santiago. Un acto que supuso un importante acontecimiento en la vida social y cultural de esta ciudad, o al menos así lo constata la presencia de personajes influyentes de la ciudad. Fr. José interviene en este acto, pronunciando el correspondiente discurso, como Regente de Estudios que era, además de maestro en Teología, del referido convento.
Hay que señalar que estos años de mediados del siglo XIX no fueron excesivamente proclives para la creación y difusión cultural. Por esta razón algunas órdenes religiosas crearon sociedades literarias con el fin de promoverla. Una de estas sociedades la fundaron los dominicos en su convento de Santiago dos años antes de la inauguración del colegio Santo Tomás. Y tuvo bastante éxito porque a sus reuniones asistieron personajes que llegaron a ocupar importantes puestos de responsabilidad (Arzobispos y Jefes de Estado). Y lo natural sería que a ellas asistiera, compartiendo protagonismo, nuestro querido fraile.
A pesar de los años transcurridos en tierras chilenas, parece que Fr. José, no olvidó sus orígenes, su país natal. Tal vez sea esta la razón que explica que seis años más tarde, con-vertido ya en Prior de la orden dominica en Chile, lo encontremos presidiendo la primera institución que reúne a un colectivo de españoles en estas tierras. Se trata de la Sociedad Española de Beneficencia. Una entidad destinada a socorrer a todo español residente, accidental o permanente, en la capital que, hallándose enfermo, carezca de recursos para curarse… Ni más ni menos que auxiliar a españoles necesitados.
El padre José murió joven, en 1866, con apenas 50 años y, desgraciadamente, la antigua estatua de mármol de Carrara que lo representaba en actitud orante en el antiguo templo de Santo Domingo en Santiago ya no existe. Una prueba, sin duda, de la labor que desarrolló en estas tierra y la influencia que ejerció sobre las siguientes generaciones.
Por su lado, Fray Antonio, el más vinculado a la nueva fundación de Tagua Tagua fue el encargado de rematar la construcción del actual templo parroquial de san Juan Evan-gelista del municipio.
Se incorpora al convento de Santo Domingo en 1850 como asignado procedente de la Provincia Dominicana Bética.
En 1864 ya ejercía como Maestro en Sagrada Teología y posteriormente, en 1876, como Notario Apostólico y Definidor para Chile (religioso que junto al Provincial gobierna la Provincia).
Llegó a ocupar la máxima representación conventual, como Prior del convento de Santo Domingo, en Santiago, durante muchos años, siendo reelegido en varias ocasiones.
Finalmente, su muerte se produjo en 1882, a los 69 años de edad.
De herederos y descendientes
Carmen sobrevivió a los tres hermanos. Falleció en mayo de 1884, con 66 años, Su marido había muerto en Santiago unos años antes, igual que sus queridos cuñados, frailes siempre recordados en este pueblo.
Como colofón solo apuntar que Juan José y Carmen tuvieron descendencia, un hijo llamado Alejandro que nació en 1849. Poco sabemos de él. Apenas algunos datos que nos informan de sus estudios en el Seminario de Santiago, su carrera como escritor humorista, la publicación de sus trabajos en diversas publicaciones y su presencia como miembro del primer Cabildo constituido en el nuevo municipio.
Tres años después de la muerte de su madre lo encontramos residiendo en una localidad vecina de San Vicente y dedicándose a negocios agrícolas.
Hoy, un tataranieto de los fundadores que aún conserva el apellido Robles, es un destacado militar: Almirante de la Armada Chilena.