El proceso de construcción de un texto, esa profunda experiencia creadora, otorga a quien lo escribe una placentera sensación de autoridad y concede al receptor una impredecible experiencia lectora. Escribir se está convirtiendo, cada vez más, en un acto intrascendente carente de valor. Es suficiente con disponer de un dispositivo tecnológico adecuado y de una conexión a Internet para acceder a toda la información que sobre tal o cual asunto existe en el inconmensurable universo web. Luego, con un poco de ingenio, solo hay que poner en práctica lo que con cierto tono jocoso, a manera de actividad manual, llamamos “cortar y pegar”, un poco de maquillaje, algún signo de puntuación aquí y allá y voilà tenemos un texto que puede convertir en autoridad a cualquiera con ganas de escribir. Y es algo a lo que la redacción histórica no es ajena. Recientemente leí un artículo en una una revista local en el que se glosaba la figura de un personaje histórico de Villalba del Alcor y me recordó los tiempos en los que publicar un texto requería un profundo, paciente y constante trabajo de investigación, o al menos documentación. Búsqueda en viejos archivadores cargados de fichas bibliográficas, unas veces mecanografiadas y otras manuscritas con una perfecta caligrafía, de esquinas gastadas por el roce continuado de dedos ansiosos. Pacientes esperas para consultar viejos volúmenes, fotocopias ilegibles, el descubrimiento de viejos documentos, la lectura de obras clásicas, desclasificadas, originales, el roce del lápiz sobre el papel en blanco. Curiosidad y ansiedad por captar y asimilar todo lo que se ofrecía a nuestra vista. Y, al final, una elaboración pausada y creativa para armar un texto construido tras muchas tachaduras y borrones. Hoy esos viejos hábitos de trabajo pertenecen al pasado. Recuerdo con cariño el descubrimiento de un artículo referido al personaje que hoy parece asombrar a algunos. Escrito por un villalbero (al que algún día situaremos en el lugar que históricamente le corresponde), formaba parte de un paquete de recortes de prensa, perfectamente ordenado y conservado, que otro villalbero de corazón y de palabra guardaba como memoria documental de su pueblo. Desplegar cada hoja y descubrir su contenido fue una experiencia inolvidable para alguien hambriento por descifrar el pasado de su pueblo. Allí descubrí un relato del año 1967 (¡hace 46 años!) publicado en el diario ABC, el más importante del momento. Es un texto consistente, bien documentado, ameno, sobre una figura desconocida, redactado con una primorosa pluma de erudición apasionada. Claro en su exposición y agradable de leer, a la altura de un humanista del siglo XX. Frente al viejo texto pensado, desarrollado, elaborado con las limitadas herramientas del momento y un apetito insaciable de saber este nuevo texto apenas aporta nada nuevo. Más de 40 años después volvemos sobre viejos tópicos, con la diferencia que el esfuerzo incuestionable de aquel trabajo ha sido sustituido por la «complejidad» en el procesamiento de esa información con los medios tecnológicos actuales, logrando despertar el interés por algo que ya otros construyeron y supieron contar . Tras esta reflexión considero que la facilidad de acceso a nuevas y variadas fuentes de información y la ingente cantidad de datos disponibles no significa que con nuestros textos estemos aportando verdadero conocimiento, solo distribuimos una información existente, accesible y barata. Si realmente queremos escribir, crear, aportar saber histórico, no debemos convertimos en meros intermediarias de datos. Nuestro esfuerzo debe dirigirse a una nueva o diferente interpretación de lo existente o, sencillamente, construir aportando novedades. El auténtico conocimiento proviene de esa capacidad para interpretar, para aportar novedosos puntos de vista, para despertar el interés por cuestiones poco valoradas o, simplemente, para transformar lo incomprensible en algo atractivo o ameno. Es entonces cuando el texto adquiere valor, el valor del conocimiento.